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DESTINO FINAL: LA ALMUDENA
(7. ¡QUE SE CASEN COMO SEA!)
Quizás estáis pensando que todo
lo que os he contado a propósito del intento de
boda de doña Pilar i don Eusebio forma parte de alguna pesadilla que
tuve la noche anterior al evento, mientras dormía en la carísima suite del
hotel Atlántico después de cenar opíparamente, y beber con demasía, en algún
mesón de la capital. ¡Pues no! Es una historia tan real como que me llamo
Consuelo.
Sí, efectivamente, a estas
alturas de la película, la misión ya no era conseguir una celebración
entrañable llena de momentos de alegría para un gran recuerdo, con dos novios
iniciando una apacible vida en común. No, la misión era casarlos como fuera y
que nadie más saliera herido. Hablando de malheridos, recordaréis que terminé con
la cabeza en el suelo probando la dureza del mármol de Novelda y tiñendo el
sagrado altar con mi sangre impura al estilo de los antiguos sacrificios de
corderos a los voraces e implacables dioses antiguos. Una nueva interrupción,
muy dolorosa por cierto, que me llevó a la sacristía, donde un médico y una
enfermera presentes en la calamitosa celebración, me atendieron y me remendaron
para que pudiera seguir "disfrutando" de aquel espectáculo mayúsculo.
Con una aparatosa venda rodeándome la cabeza, y el vestido amarillo que ya más
bien parecía la bandera catalana, volví a mi lugar de privilegio en la bancada
de los parientes. Por cierto, no digáis ni una palabra sobre el color elegido
para mi vestido. A ver si alguien va a acusarme de la mala suerte reinante.
Aquel no era un espectáculo teatral, aunque lo pareciera.
En mi reincorporación a la boda,
pude ver como una doña Pilar absolutamente demacrada, sudada, desanimada, cansada,
casi diría que ausente, estaba intentando decir que sí a la pregunta definitiva
que le había planteado mosén Gerardo, pero la voz apenas le salía del cuerpo.
El novel cura le tuvo que inquirir dos veces si aceptaba don Eusebio por
esposo, ante la sorpresa general. La mujer estaba absolutamente deprimida y
hundida. Todos pudieron oír por la megafonía como, en voz baja, soltó un
elocuente "si esto de hoy es
presagio de lo que Dios nos tiene reservado en nuestro matrimonio, amor mío, ¡qué
calvario nos espera!". El aludido, también deshecho por el descalabro emocional
que estaba sufriendo, se limitó a mover la cabeza pesadamente mostrando acuerdo
con las dolorosas palabras pronunciadas por mi consuegra.
A pesar de todos los
imponderables, aunque os pueda costar creerlo, la boda finalmente llegó a buen
puerto, o al menos a algún puerto, sin mayores contratiempos. Las caras de los
contrayentes, que se podían contemplar en el altar, a la hora de firmar el acta
de la boda, no eran las propias de alguien que lleno de ilusión acaba de
comprometerse ante Dios, y los hombres, a amar eternamente a su pareja, sino
más bien de alguien que acaba de sufrir un golpe emocional muy profundo y
sentido. El único que parecía satisfecho era don Gerardo tras coronar con éxito
su privilegiada misión de unir en
sagrado matrimonio una pareja que parecía incasable. Se podía leer en los ojos
llorosos de doña Pilar, en cambio, la profunda pena que sentía por el fracaso
sufrido en un día que se presumía, de entrada, como de los más felices de su
vida. También era fácil de intuir que se sentía profundamente ridícula tras
protagonizar un espectáculo funesto ante todo aquel montón de almas en directo
y a través de las inoportunas cámaras.
Tampoco las caras entre el
público eran las que una esperaría encontrar entre los asistentes a un evento,
en principio feliz. Daba la clara impresión de que aquella gente que habían
entrado por la brillante puerta de bronce de la Catedral con la satisfacción de
asistir a una boda importante en un marco incomparable para un madrileño,
habían acabado contemplando un funeral. Las caras denotaban mucha angustia y un
malestar profundo. Claramente reinaba entre el respetable una especie de
compasión por una pareja que había compartido el día más aciago de su vida.
La salida de los novios de la
catedral se produjo bajo las notas de la típica marcha nupcial de Mendelssohn,
magistralmente interpretada por el maestro organista sin que ningún tubo del
órgano se desprendiera e hiriera a algún inocente. No fue fácil salir al
exterior de la Catedral debido al montón de gente que se agolpaba en la entrada
y que esperaba con ilusión ver a los recién casados y felicitarles después de
esperar más de la cuenta en aquella, calurosa ya, tarde de primavera en la
meseta castellana.
Don Eusebio y doña Pilar fueron
recibidos con los típicos gritos de "viva los novios" y "que se
besen, que se besen" mientras eran “enterrados” bajo toneladas de pétalos
de rosas que vinieron a hacer la función de lenitivo para una pareja abocada a
la depresión en el día de su enlace matrimonial. También recibieron el típico y
de rigor baño de arroz. Finalmente, ante el evidente cariño popular de la gente
modesta que había en la calle, se pudo ver sonreír a la novia, quizás por
primera vez en toda la jornada, aunque fuera tímidamente tras sufrir tanto y
tanto.
Como si todo el mal hado que
había acompañado la celebración hubiera quedado circunscrito al santo Altar
Mayor de la catedral, poco a poco los novios se fueron entonando y hasta
terminaron pareciendo felices, sobre todo en el momento que unieron sus labios
en un beso apasionado y largo, liberador de las graves y grandes tensiones
vividas.
Dejando de lado por un momento
la boda, como se podrá entender fácilmente, mis dos desmayos en poco tiempo me
tenían muy muy preocupada. También mi familia estaba desconcertada ante los
extraños episodios de pérdida del conocimiento. El temor de un tercer desmayo
aún más fatal que los anteriores flotaba en el ambiente y nos creaba un gran
malestar. ¿Qué podía estar causando mis desvanecimientos ocasionales? El médico
que me atendió en la sacristía de la Almudena me aconsejó que visitara pronto a
un especialista. De regreso a Alicante, al día siguiente a primera hora,
parecía una tarea ineludible e inaplazable.
La natural preocupación por los
dos episodios de desmayo no me detuvo, de ninguna manera, en mi interés por
terminar lo que habíamos empezado. Después de haber conseguido de casar a los
infortunados novios entre todos, la parte más lúdica de la celebración -sí es
que era posible superar el espectáculo que habíamos visto- no se podía llevar a
cabo sin la consuegra de la novia. Además, tenía un especial y morboso interés
por bailar con el marido de la alcaldesa de Madrid, a pesar de tener el riesgo
de acabar desmayada en sus brazos, no precisamente a causa de su atractivo
arrebatador. Esto está claro, ¿no?
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