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DESTINO FINAL: LA ALMUDENA
(4. CAMINO DE LA GLORIA)
Nunca creí que pronunciaría lo
que estoy a punto de decir, o mejor de escribir. La entrada de doña Pilar en la
iglesia me conmovió, emocionó y hasta enterneció. ¡Sí, lo reconozco! Ya habréis
notado que no es una mujer con la que tenga precisamente muchas afinidades
personales, pero sé que es una buena persona y que para ella ese momento que
estaba viviendo intensamente era uno de los más importantes de su vida. La
grandiosidad que acompañaba todo el acto era un poco exagerada, ya lo he dicho
más arriba, pero si ella lo quería así y, además se lo podía permitir, nada que
decir. Se trataba de su gran día, y también, claro está, el de don Eusebio.
Merecían, sin duda, que todo fuera de maravilla. Por cierto, hablando del
novio, viéndolo impaciente en el altar tuve la impresión de que estaba un poco
acojonado por toda la parafernalia que rodeaba la boda. Un hecho un poco
extraño si pensamos que pocos más de los que asistíamos al acto tenía tantas tablas
y conocimiento sobre el mundo de los enlaces matrimoniales que él. Está claro
que su rol había cambiado des de oficiante a “oficiado”, un detalle nada
despreciable. No tenía nada que ver pues, la actitud observada por el novio con
la que mantenía doña Pilar. Una mujer que claramente se encontraba como pez en
el agua ante los miles de ojos que la contemplaban con curiosidad.
Volviendo a la llegada de la
espectacular novia, lo más impresionante de aquel momento singular, aparte de
la blanca figura avanzando lentamente por el mármol blanco y negro, y del
llamativo vestido que lucía y que merecerá un comentario aparte, fue oír las
notas del Gloria In Excelsis Deo de Vivaldi que salían del interior de los
diecinueve mil tubos que forman el extraordinario órgano de la catedral. Una
preciosa pieza clásica religiosa interpretada magistralmente por el maestro
organista. Sí, realmente mi consuegra, enfundada en un vestido blanco
majestuoso y escoltada por la grandeza de la obra del compositor italiano,
parecía dirigirse, arrastrando una cola casi tan larga como la misma catedral,
no a encontrarse con su amado que la esperaba embelesado en el altar, sino a la
mismísima puerta de la Gloria con toda la Corte Celestial esperando para
hacerle los merecidos honores.
Dejadme hablar un poquito del
vestido que lucía doña Pilar. He dado ya alguna pincelada, pero básicamente
quiero destacar la espectacularidad de la cola y el milagro que provocó en la
figura de la consuegra. Realmente no parecía ella o, mejor dicho, su cuerpo mal
formado. Seguramente que la magnífica, y magnánima, faja que llevaba debajo
había hecho posible que su celulitis abundante se distribuyera de forma más
favorable para la sanidad de la vista del espectador que contemplaba su llegada
señorial. También quiero dejar constancia de la pérdida de algunos kilos por
parte de la novia a causa del intenso trasiego que preparar un acto como éste
provoca, generalmente. Otra cosa muy distinta es después de la boda que, como
muy bien sabemos todas, los kilos vuelven con grandes intereses.
Y finalmente quiero hablar de la
cola del traje para destacar la espectacularidad en el bordado con pedrería,
así como en la dimensión. Por un momento me pareció ver, sólo en lo que
respecta a esta parte del vestido, claro, la larga cola que lucía Lady Di en el
día de su boda principesca con el orejudo hijo de la Reina Isabel. También
tenía mucho que ver con la que, en la misma catedral en la que nos
encontrábamos, lució brillantemente la princesa Letizia. Por cierto, la
princesa española arrastró nada menos que ocho metros de tela y doña Pilar,
chula de Madrid como es, nueve. ¡Admirable!
Hablando de arrastrar. Ya
habréis notado que hablo de dos casos principescos y de dos personas que
entonces eran jóvenes. Este no es el caso de mi consuegra. Una mujer que, a
pesar de que dice tener poco más de cincuenta años, realmente debe estar
rondando los sesenta. Por otra parte, su forma física no es precisamente
admirable. ¿Por qué digo esto? Pues porque lo que nadie se esperaba, ni yo
tampoco, sucedió cuando llevaba recorridos aproximadamente la mitad de los cien
metros de la Catedral. Un momento crítico en el cual empezaron a faltarle las
fuerzas hasta el punto que no pudo hacer frente al peso propio y al
abundantemente añadido.
Ante la triste imagen de
impotencia física que estaba ofreciendo la novia, su amado, en un acto de
caballerosidad extrema, dejó su lugar en el altar y se dirigió presto a socorrerla
ante un hecho tan frustrante como debe ser encontrarse muy cerca del altar y que
te falten las fuerzas. Una escena que emocionó a la concurrencia y que hasta
levantó algún "oh" de admiración entre el notable público que teníamos
cerca. Temí, quizás en un abuso de imaginación, lo reconozco, que el gentil
novio pretendiera tomarla en brazos, bajita y rechoncha como es, protagonizando
la típica imagen del momento de la llegada al nido de amor, en un forzado
adelanto para el público asistente. Pero no fue así, afortunadamente para
todos, empezando por el propio don Eusebio y para su lumbago. El ex cura se
limitó, que no es poco, a tomar el exceso de cola entre las manos y liberar a doña
Pilar de aquel peso sobrante, nunca mejor dicho. Juraría que también le dio
algún cariñoso empujoncito.
La llegada al altar, pues, estuvo
presidida por los jadeos de una mujer doblemente emocionada. En primer lugar,
porque estaba a punto de iniciarse un acto solemne que sólo había vivido una
vez en su vida y que seguramente no se repetiría si no se volvía a quedar viuda,
cosa que nadie deseaba. Por otra parte, se sentía muy feliz porque acababa de
constatar, una vez más, la grandeza del hombre al que había entregado su
corazón. Si necesitaba alguna prueba más del amor de don Eusebio por ella,
acababa de tener la definitiva y, además, con un recinto lleno de almas
emocionadas y conmovidas, interpretando el papel de testimonios de lujo. ¿Qué
más se puede pedir para empezar un acto de unión solemne entre dos personas flechadas
por Cupido?
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