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DESTINO FINAL: LA ALMUDENA
(2. UNA VISITA TURÍSTICA CON
DESMAYO)
Benito y yo nos hospedamos en el
Hotel Atlántico, ubicado en la Gran Vía madrileña. Un magnífico hotel -no tanto
por lo que respecta al precio- situado muy cerca de la famosa Puerta del Sol y
no demasiado alejado de nuestro destino más celebrado, la Catedral de la
Almudena. Os ahorro el nombre completo, y pomposo, del famoso recinto religioso,
que tanto le gusta pronunciar a mi consuegra, y a su amigo maquinista.
Muy temprano por la mañana, el
mismo día de la boda, Benito y yo salimos del hotel para tomar el metro en la
estación de Callao y dirigirnos a realizar una corta visita turística partiendo
de la Plaza del mismo nombre. Lo primero que teníamos interés de ver era la
archifamosa Puerta del Sol, sobre todo para los que nos comíamos las uvas del
cambio de año ante TVE1 en aquellas épocas de la prehistoria personal. Tras las
pertinentes fotos con el mítico reloj de fondo, atravesamos otro punto muy
importante en la historia reciente de la capital de España, des de un punto de
vista turístico-comercial. Hablo de la famosa calle Preciados. Una especie de
equivalente, salvando las claras distancias, a mi Portal del Ángel de Barcelona
y con muchas tiendas exactamente iguales que las que podríamos encontrar en
cualquier otra ciudad peninsular con cierta importancia. Una uniformización, al
menos en este tipo de tiendas modernas, algo empobrecedora. Suerte que aún se
mantienen tiendas clásicas, tanto en Madrid como en Barcelona. Da gusto verlas,
y comprar en ellas. Es un bien cultural a proteger.
Ante la innumerable cantidad de
establecimientos conocidos, pero especialmente de ropa, que encontramos en una
de las calles más comerciales de Europa y del mundo, mi Benito no pudo evitar
hacer la broma oportuna.
-Me he dejado la cartera en el hotel, ¿de acuerdo?
-¡Ja ja ja! ¿Podrías ir a buscarla? Mira este modelito. Sólo vale
seiscientos euros y es más bonito que el vestido que he elegido para la ocasión
magnífica de esta tarde... Además, no desentona nada con el de la novia.
-Espero que hables en broma...
-¡Como tú! ¡Ja ja ja! Has traído la cartera, ¿no?
-¡Siempre la llevo encima! No se sabe si la puedo necesitar para alguna
urgencia... Contigo al lado, ¡todo es posible! ¡Ja ja ja!
-Pues si la llevas será para usarla, ¿no? ¡Ja ja ja!
-Lo máximo que puedo hacer es invitarte a una caña y a un bocadillo de
calamares...
-¿Un bocadillo de calamares? ¡Ja ja ja! ¿Pescados en el Manzanares? ¡Qué
locura! ¡Ja ja ja!
En la Puerta del Sol no pudimos evitar
hacer la típica foto a la famosa estatua del Oso y el Madroño. Una curiosa
pieza de arte que representa el escudo de armas de la ciudad castellana. Allí
también encontramos el conocido punto de donde parte la red de carreteras del
estado: el km 0.
Finalmente, lo que comenzó siendo
una broma se hizo realidad, y ya llegados al casi centenario Mercado de San
Miguel, mi querido Benito me invitó a uno de los particulares bocadillos de
calamar que, por cierto, yo no sabía ni que existieran. De su sabor no hablaré
demasiado. Simplemente diré que me sorprendió gratamente, pero que no creo que
sea plato habitual en mi casa a partir de ahora.
Tras dejar el Mercado, no sin
haber hecho alguna que otro cata de alimentos de calidad en sus curiosas
paradas, atravesamos por la Plaza de la Villa para terminar el recorrido, no
podía ser de otra manera, en la Catedral de Santa María la Real de la Almudena.
¿Habéis visto lo bien que me sé el nombre cuando quiero? Obviaré de deciros que
acabo de leerlo en un panfleto que recogimos en el viaje. En cuanto al edificio,
por la parte exterior -de la interior ya hablaremos en su momento-, debo reconocer
que me impactó fuertemente. No tanto por su belleza como por su majestuosidad.
¡En Madrid todo es muy grande! Una catedral, por cierto, construida entre los
siglos XIX y XX, consagrada por el Papa Juan Pablo II y con una característica
que puede alegrar a los alicantinos y a las alicantinas ya que he sabido que la
piedra usada para la construcción provino de Novelda, un pueblo cercano a Alicante,
famoso, precisamente, por su industria del mármol, así como por las especias y por
la viticultura.
Todas hemos visto alguna vez
esta catedral emblemática por la televisión, sobre todo a partir de una boda
principesca relativamente reciente, pero no es lo mismo pisar el escenario que
verlo por la pequeña pantalla -cada vez mayor, por cierto. No podía creer que
mi consuegra estuviera a punto de pisar aquel recinto religioso vestida de
novia.
Ciertamente estaba siendo una
mañana de primavera muy agradable en la ciudad de la querida doña Pilar. La
compañía también hacía lo suyo. No hay duda de que Madrid es una ciudad llena
de historia, que lugares como el mercado de San Miguel, las plazas que
atravesamos, entre muchas otras, o la misma Puerta del Sol, sin hablar del
recinto religioso que estaba a punto de celebrar un evento grandioso, ponen de
manifiesto. Sin embargo, como todos sabemos demasiado bien, y yo particularmente
lo he sufrido muy a menudo, cuando más bien estás acostumbra a llegar de
improviso la gran bofetada. Y en este caso la expresión es tan válida en
sentido directo como en el figurado porque justo en el centro de la Plaza de
Oriente, muy cerca de la catedral, me empecé a sentir mal. Sin casi tiempo para
comunicárselo a Benito, me sentí desfallecer y poco después ya estaba en el
suelo inconsciente. De lo que ocurrió después tuve noticia, claro, a través de
mi querido acompañante.
Como es fácil de imaginar,
Benito pasó un rato terrible, durante el cual un montón de curiosos se
acercaron a ver qué me ocurría. Entre ellos, los enterados de turno que
elaboraron muchas teorías sobre mi caso. Uno de ellos pretendía que tomara un
caramelo, a pesar de estar inconsciente, para solucionar, según él, una bajada
de azúcar. Otro sugirió que tomara un poco de bebida isotónica con la misma
finalidad. Lo cierto, sin embargo, es que nunca me había pasado algo parecido y
que, una vez recuperada espontáneamente después de que alguno de los entendidos
me elevara las piernas, me desperté muy aturdida y, sobre todo, preocupada por
lo que me acababa de ocurrir. ¿Qué significaba aquel extraño hecho? ¡Poco
imaginaba lo que me venía encima!
El inesperado y desagradable
desfallecimiento representó el final de la visita turística ya que recorrimos
el camino hasta el hotel en taxi. Un hombre, el conductor, por cierto, que no
cerró la boca en todo el camino. Yo no estaba precisamente para hablar y me
acabó agobiando. Benito le siguió la corriente como pudo.
-¿Catalanes?
-¡Me temo que sí!
-Tranquilo hombre. Yo tengo muchos amigos Catalanes e incluso entiendo su
idiosincrasia. ¡Aunque no es nada fácil! ¡Ja ja ja! En general, son buena
gente. Aquí en Madrid hay muchos. Se ve que los tratamos muy bien. Habrán
venido a aprender la lengua del reino. ¡Ja ja ja! ¿De turismo, amigos?
-Y de boda. En la Almudena, esta misma tarde.
-¿Cómo? ¿Van a la boda de doña Pilar? ¡Qué suerte! Ya me gustaría ir pero
como no entre con el taxi. Me conformaré con llevar a más de uno a la boda… ¡El
negocio es el negocio!
-Doña Pilar es nuestra consuegra. Veo que la conoce…
-¿Y quién no la conoce en Madrid? Ella y su marido, que en paz descanse,
eran muy queridos aquí. ¡Qué gran persona que era ese hombre! ¡Se fue demasiado
pronto! Fue tesorero del Partido…
-“Buen tesorero”, ¿no?
-¡Excelente! ¿Sabe que antes de taxista yo era su chofer? ¡Qué propinas me
daba! Cuando menos me lo esperaba me decía, “Manolo, ahí va un sobrecito pal
chalé.” Es que en esos tiempos me estaba haciendo una choza en Somosaguas.
No me diréis que no había como
para volver a desmayarse. ¡Qué tipo más hablador y pesado! Exactamente de la calaña
de la novia. Una mujer que mientras nosotros volvíamos al hotel, debía estar ya
peleándose con el vestido. Y es que se lo compró dos tallas más pequeño de la
cuenta convencida de que una buena faja haría milagros. Os aseguro que no hay
faja en el mundo que la ponga en cintura.
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